lunes, 18 de octubre de 2010

"El burro de noria II"

Hacía diez años que habían fundado un partido político en una democracia que no existía, pero creían rabiosamente en que las vueltas del burro de noria dadas alrededor de unos ciudadanos apáticos y desencantados moverían sus conciencias, y ellos mismos vendrían en su propia salvación, al rescate de su patria que padecía inmensas miserias.

La revolución mexicana había dejado una promesa incumplida sin la cual no hubo revolución; el sufragio efectivo, el que la suma contada aritméticamente de las voluntades podría ser la solución.  Y sobre este tronco machacaron su martillo implacable con un fervor que más bien parecía venido de una revelación mística.

Su doctrina se fundaba sobre la simplísima premisa de que la nación mexicana existía, y que era la resultante providencial de dos masas culturales, vaso de una nueva, cuyas fusiones había que consumar; porque de las materias nacientes vendría una espiritualidad propia –con un contenido trascendente– y un destino; temporal y eterno.

El día que les oí este sublime secreto de su arrebato me apunté, y he permanecido ahí hasta hoy, no porque en algún momento haya creído en la peregrina idea de que mi afiliación me hacía intrínsecamente mejor que los otros, sino porque había topado con la piedra sobre la que puede descansar todo el sobrecogedor edificio de mi Patria.

No había discursos de manifiesto con pretensiones universales, no levantaban el telón con el último compás de una obertura. Eran pasajes de un diálogo o el rompimiento del silencio reflexivo de una meditación; tertulias y conferencias que ponían a discusión una tesis de la historia o algún problema que preocupaba a la sociedad. Nunca ante multitudes, si acaso un centenar de caballeros y damas, algunos melenudos de lentes universitarios que emprendían con ellos la excursión del pensamiento para marchar dispuestos a la acción con la gente de todos los rincones.

Pensaban en una democracia que brotara de los sentimientos del pueblo. Despertar los espíritus que vivían en sus raíces, nutriendo su ser, sus modos de ser.  Entendían que otras democracias de otras partes del mundo podrían invocar otros espíritus, pero ellos querían que se levantaran los que estaban en sus plantas y necesitaban un templete para manifestarse.  No los de otros, los nuestros. 



©  
César Leal.


martes, 12 de octubre de 2010

"El burro de noria"

La figura del burro de noria se me antoja la más propia para recordar a unos como extraterrestres que encontré en mi viaje, seres extraordinarios cuyas ideas intento poner ahora dentro de los hechos que muchos años después les dieron la razón; a los que llevo en el corazón como los que inspiraron lo que a mí toca de las grandes osadías a las que debe atreverse un hombre en su juventud.

Los conocí en los días de mi estupor, en los que la majestuosa Ciudad de México, me disolvía en su millón de habitantes, y era para mis ojos de arriero venido de los matorrales resecos del norte, la ciudad mágica en la que las naciones de la América original habían edificado un imperio del sol, y los españoles dejaron su renacimiento de arquitectos y poetas.

Traían de sus galaxias una razón y una postura que discurría sobre una luz cuyo resplandor nadie resiste: cuando la inteligencia intranquila de un joven captura ciertos ideales y los establece en el techo de su vida, se compromete a posiciones difíciles de mover. Es la convicción decían, es el principio de los principios.

Todavía en este momento que escribo, es un ejercicio difícil sacar de mi memoria cosas que les oí, algunas que eran como las escalas del estudiante de piano, pesadas, repetitivas, pero sin cuyo dominio no llegaría nunca a dar un concierto o a componer una sonata.

“Hemos logrado –decían– una conciencia histórica, un patrimonio cultural y una riqueza de tradiciones que vamos comunicando, no sólo de modo oral, sino de modo vivencial. La identidad, lo que somos como personas, como pueblo y nación, la patria, se va gestando gracias al cumplimiento del carácter de portavoz de cada uno de nosotros. Todos tenemos la responsabilidad de vivir este carácter de portavoces, porque de lo contrario provocaríamos la desaparición de la experiencia que otros han tenido sobre la vida, y lo que han vivido y dicho, jamás llegaría a nosotros”.

Los años me dijeron que a los jóvenes nos gustaba nadar en la superficie y aquellos tesoros estaban en el fondo. Había que aprender a sumergirse y aguantar la respiración para ver los motivos que movían sus vidas, comprometidas y consagradas en un plan en el que concitaban a los mexicanos a cruzar la puerta.


©  
César Leal.

Las 7 gotas

martes, 5 de octubre de 2010

Introducción

A veinte kilómetros de la Ciudad de Culiacán hay un cerro sin lluvia y desolado, que aloja en sus entrañas una caverna del neolítico, con un techo que se alza arriba de los diez metros del que de una de sus protuberancias se desprenden siete gotas sucesivas de agua cristalina, para detenerse un lapso cronométrico de un minuto con once segundos y volver a caer. La gente de la comarca lo llama: “el cerro de las siete gotas”.

Pero lo más sorprendente de aquel fenómeno de una naturaleza tan reseca no son las siete gotas de agua cristalina, sino la hoya honda y ancha que han hecho con su caer secular en la roca granítica del suelo de la caverna.

No sé si el recuerdo de alguna excursión que hiciera en mi juventud al paraje de la remembranza me movió a explorar en otras siete gotas, algunas no tan cristalinas, que van bajando consecutivas y descubiertas al suelo poroso de las sociedades de nuestros días, entre ellas la nuestra; o mi dignidad de Senador de la República, me sugirió poner en el mantel los temas de un debate que se da en todos los parlamentos del orbe: energía, laicidad del Estado, preservación de la vida, drogas, suficiencia de los partidos políticos en la estabilidad de la democracia, ambiente, opciones sexuales que reclaman una aceptación social.



Espero que nos concedan el minuto con once segundos de las otras, para entender su significado y averiguar de dónde vienen antes de convenir si las recibimos o las conjuramos.