Los conocí en los días de mi estupor, en los que la majestuosa Ciudad de México, me disolvía en su millón de habitantes, y era para mis ojos de arriero venido de los matorrales resecos del norte, la ciudad mágica en la que las naciones de la América original habían edificado un imperio del sol, y los españoles dejaron su renacimiento de arquitectos y poetas.
Traían de sus galaxias una razón y una postura que discurría sobre una luz cuyo resplandor nadie resiste: cuando la inteligencia intranquila de un joven captura ciertos ideales y los establece en el techo de su vida, se compromete a posiciones difíciles de mover. Es la convicción decían, es el principio de los principios.
Todavía en este momento que escribo, es un ejercicio difícil sacar de mi memoria cosas que les oí, algunas que eran como las escalas del estudiante de piano, pesadas, repetitivas, pero sin cuyo dominio no llegaría nunca a dar un concierto o a componer una sonata.
“Hemos logrado –decían– una conciencia histórica, un patrimonio cultural y una riqueza de tradiciones que vamos comunicando, no sólo de modo oral, sino de modo vivencial. La identidad, lo que somos como personas, como pueblo y nación, la patria, se va gestando gracias al cumplimiento del carácter de portavoz de cada uno de nosotros. Todos tenemos la responsabilidad de vivir este carácter de portavoces, porque de lo contrario provocaríamos la desaparición de la experiencia que otros han tenido sobre la vida, y lo que han vivido y dicho, jamás llegaría a nosotros”.
Los años me dijeron que a los jóvenes nos gustaba nadar en la superficie y aquellos tesoros estaban en el fondo. Había que aprender a sumergirse y aguantar la respiración para ver los motivos que movían sus vidas, comprometidas y consagradas en un plan en el que concitaban a los mexicanos a cruzar la puerta.
©
No hay comentarios:
Publicar un comentario